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Todo los seres humanos deseamos alcanzar cierto bienestar en la vida, una felicidad más o menos estable; y compartimos la idea de que cumplir ese anhelo implica buscar y encontrar lo que nos satisface y evitar lo que nos hiere. La natural tendencia de nuestro albedrío a elegir lo que consideramos mejor para nosotros y huir de lo que entendemos como perjudicial no es, sin embargo, infalible. Damos, sin cesar, pasos en falso que nos lastiman y, en ocasiones, lastiman a los demás. Esto forma parte del común devenir de nuestras vidas. Lo más importante es rescatar esa libertad moral que ponemos en uso al recorrer nuestro camino y que, ante todo, es (y ha de ser) autónoma e inalienable.
Así lo considera Lysander Spooner -pensador norteamericano del siglo XIX- en su ensayo “Los vicios no son crímenes”. El título ya anuncia las claves teóricas de su desarrollo, que es impulsado por dos definiciones claras y distintas: “Vicios son los actos mediante los cuales el hombre se daña a sí mismo o a su propiedad. Crímenes son los actos mediante los que el hombre daña a la persona o a la propiedad de otro”. Los vicios son, como podemos leer, los fallos que comete un hombre en libre búsqueda de su felicidad. Errores que redundan, exclusivamente, en su propio perjuicio, porque ningún acto de persona alguna puede ser un perjuicio para otra a menos que, en algún sentido, obstruya e interfiera con la seguridad y bienestar del otro o con el disfrute de lo que es legítimamente suyo (su propiedad). En ese caso, nos enfrentaríamos a un crimen.